Un mundo para María – Luis Eduardo Ramos Badel

Un mundo para María – Luis Eduardo Ramos Badel

Cometa Editorial – Promoviendo la lectura

A la memoria del escritor Luis Eduardo Ramos Badel.

«El último día de su vida, Luis Eduardo Ramos Badel escribió como siempre; con su alma entera.
Agradecemos todas las manifestaciones de cariño que nos demuestran el amor y el respeto que inspiraba este valioso ser humano que se ha quedado anclado en las raíces de nuestro corazón.
Gracias a todas las personas que nos han acompañado en los días más dolorosos de nuestras vidas. Para ustedes es este cuento. La última obra literaria de un angelito travieso que se nos ha ido a vivir al cielo».
Familia Ramos Kleber

 

Un mundo para María

Como en todas las noches de su vida, a María solo le bastó tocar la almohada con su cabeza, para que emprendiera el vertiginoso viaje hacia la dimensión de los sueños profundos y de los recuerdos más escondidos donde siempre se encuentra con los habitantes del pueblo, con personas que ha conocido o que, simplemente, ha visto en otros lugares, incluso con personajes y hechos que ella misma construye y recrea en experiencias tan reales, que, ya, al estar despierta, no las puede diferenciar de las realmente vividas. Además, allí aparecen —como si estuviera en un eterno presente— quienes murieron en distintas épocas, incluso los que nunca conoció. Por eso, siempre sorprende a los más viejos de la población cuando les habla de gentes y hechos que ellos
mismos solo recuerdan de manera borrosa, dado que existieron y ocurrieron cuando apenas eran unos niños.

En esa especie de «mundo paralelo», que visita todas las noches, se viaja, se ríe, se llora y, en general, se vuelven a vivir las vicisitudes del día, con otro orden y otra lógica, pero sin que hasta el momento hubiese podido cambiar un resultado de lo vivido o avanzar hacia vivencias de hechos futuros, por lo que nunca ha podido complacer a su madre, que, desde el momento en que María le contó lo que sentía y vivía todas las noches, no se sabe si por credulidad o sarcasmo, le repite y le repite, hasta convertirlo en una cantaleta, que cuándo le dirá el número ganador de la lotería y le averiguará si su difunto marido está en el cielo, en el limbo o en el infierno, pagando, según ella misma dice, todas las frustraciones que la hizo sufrir durante su vida juntos; que le indique dónde encontrar un entierro de una olla de barro llena de morrocotas de oro y, hasta, quiénes de sus vecinos y amigos no asistirían a su sepelio, para cobrarle por adelantado tremenda falta.

Todos los que saben de los sueños de María, los aceptan con una cierta incredulidad que cada día les cuesta más disimular, para no decirle en su cara y en la de su madre lo que todos dicen en voz alta a sus espaldas: que lo que a ella le pasa es que le falta un marido que le entibie su lecho por las noches, dándole sentido a su belleza y sexualidad ya maduras, y que, además, le haga más llevaderas y llenas de realidades y esperanzas las horas del día. Y es que en el poblado todos los problemas de las mujeres los resuelven con un marido; y los de un hombre, con una mujer.

Pero esta vez, ese mundo de María estaba todo gris y en él, únicamente, se alcanzaba a ver, a lo lejos, a su hermano menor, que prestaba el servicio militar en Dabeiba. No había ninguna duda, este era un mal presagio que le indicaba que estaba a punto de entrar en una pesadilla. Entonces ella sintió que se le aceleraba el corazón y que un frío glacial le helaba la sangre; pues, cuando le habló, su hermano no le contestó, sino que se alejó más de ella, diciéndole adiós con la mano, mirándola siempre. Sin embargo, y a pesar de la distancia, pudo apreciar en él una tristeza que no podía sostener, y una mancha roja en el pecho.

—¿Qué tienes en el pecho? —Le preguntó con una voz quebrada que solo le brotó de los labios después de varios intentos, debido a que su pregunta, en lugar de querer salir por su garganta, más bien prefería esconderse en lo más profundo de sus entrañas.
—Es una flor de Cayena que recogí para mamá —le contestó con su enorme tristeza, que le salía a bocanadas a medida que le hablaba.
—¿Dime qué te pasó? —Volvió a preguntarle María con una angustia creciente, tan grande y pesada que ya no soportaba en el pecho, que estaba a punto de estallársele por el retumbar de los latidos de su corazón.
—Me saludas a mamá —fue lo último que le dijo, mientras se alejaba para siempre.

María intentó seguirlo, dejando detrás de ella unos charcos, que se iban formando con el copioso llanto, que salía de sus ojos; y sentía que se hacía cada vez más pequeña como si se derritiera en lágrimas. Y fue tanto su temor y angustia que probó a pellizcarse para salir de su sueño.

Apenas tuvo tiempo de despertarse para que la pesadilla continuara intacta en la realidad, al escuchar un alarido desgarrador de su madre. Entonces, de un salto, salió de la cama y de otro estuvo en la cocina en donde ya se encontraban las visitas de las cuatro de la mañana. Esas que siempre llegaban a tomar el café mañanero y, una que otra vez, a comerse un trozo de yuca nueva, harinosa y humeante acompañado de un buen pedazo de queso, unas cucharadas de «suero» y una gran taza de chocolate casero.

Apenas alcanzó a llegar María, les dijo con una voz que se escuchó hasta en la sala donde estaba su madre con su audiencia personal, lamentándose aun porque le había faltado un número para ganarse la lotería:
—Lo sabía, anoche soñé con mi hermano. Miren, tengo los ojos hinchados y rojos de tanto llorar. Lo vi solo de lejos y cuando intentaba acercármele se alejaba de mí, diciéndome adiós con la mano, pero pude verle una tristeza infinita y una gran mancha roja en el pecho.
—María, pero si lo que dijo la radio es que hay hostigamientos de la guerrilla, ni siquiera hablan de heridos ni muertos, además, ¿cuántos combates no se han librado y a él no le ha pasado nada? —Le respondió el viejo Gerónimo, el gran conversador y el mejor comunicador social del barrio, apoyado en una fuente noticiosa fidedigna: su radio Sanyo de dos bandas comprado en Maicao cuando venía de regreso del único viaje que hizo para ir a trabajar a Venezuela, por allá en 1964, y que se encontraba en su primera visita de la mañana para tomarse su segundo café del día, porque el primero era el que él hacía apenas se levantaba, mientras escuchaba las últimas noticias.

Él no esperó la respuesta de María, sino que, enseguida se paró del taburete de cuero en el que estaba sentado, arrecostado en uno de los horcones de la enorme cocina y sacudiéndose las nalgas, con una fuerza inusitada, como lo hacía siempre que algo le disgustaba, se marchó con su andar ligero y rítmico en busca de la segunda cocina donde se tomaría su tercer café en esa maratón diaria de visitas tempraneras que terminaban puntualmente, a las seis de la mañana, en la cocina y el patio de su casa donde pasaría el resto del día. Pues ese era su mundo desde que los achaques de los años le impidieron ir a su campo a sembrar y cultivar como lo hizo siempre desde niño cuando aprendía de su padre el oficio con el que levantó a su propia familia.

En contraste con María, Gerónimo nunca había tenido un sueño en todas las noches de su ya larga vida, que comenzaban desde las ocho. Se paraba de la puerta de su casa, donde pasaba la prima noche sentado, saludando y hablando con todo el que pasara por la calle, para ir a tomarse dos jarras de «guarapo de panela», guindar la hamaca, encender el radio y acostarse a dormir hasta las tres de la madrugada, momento en el que comienza siempre para él el nuevo día. Sus noches eran una constante negación de toda actividad onírica, una especie de vacío pesado, interrumpido por frecuentes levantadas a orinar al patio las que siempre eran seguidas por breves duermevelas y extensos «ronquidos de tigre», que se sentían en toda la casa y que eran motivo de reclamo de todos en la noche, en cualquier hora del día y en la más inesperada y desprevenida conversación.
—No, él está muerto, usted no lo entiende —le alcanzó a decir María antes de que saliera a la calle con su sonrisa de siempre, como pintada en la cara—. ¿Qué otra cosa podría significar este sueño? —Les preguntó, entonces, ella, a los que se quedaron, sintiendo la seguridad y la íntima satisfacción de que, por fin, todos, menos Gerónimo, entenderían que ese mundo de sus sueños era un don que Dios le había dado para compensarla por todas sus demás carencias y sus infinitas soledades.
—¡Cállate, María! Deja las fantasías y las locuras, ¿cuándo soñarás con el número ganador de la lotería? —Le gritó la madre desde la sala, haciendo uno de sus tantos altos en su largo y quejumbroso llanto.

Sincelejo, 8 de julio de 2019 – Luis Eduardo Ramos Badel